Se llamaba Ana y era hija de un matrimonio bien avenido, de gustos afrancesados y buen talante. Al conocer los propósitos de la niña el padre montó en cólera; riñeron; la madre se ahogó en llanto, y a la semana de duras gestiones fue mandada con las hijas de San Vicente de Paúl, en París. Cumplidos los 18 creyeron olvidado el asunto y oportuno el casamiento con el hijo de un noble, de infancia algo permisiva, pero de buen corazón. Así regresó una mujercita con los modales bien pulidos y, sin reproches, convino en que accedería al enlace tras conocer a su prometido.
Se entrevistaron en presencia de los padres, dejando muy buena impresión, pero al salir deslizó una pregunta y él contestó susurrando. El aspirante no pasó la prueba. - No le haré feliz – repuso.
El muchacho había aceptado la propuesta porque su padre no parecía dispuesto a seguir sufragándole la juerga por más tiempo. Además, cuando la vio quedó maravillado de su belleza y convencido de lo buena madre y esposa que podría ser. Su rechazo lo ofendió especialmente, pues parecía segura la presa y se escapó.
Lejos de rendirse comenzó a cortejarla públicamente. Incluso despertó el celo del resto de muchachas, que no entendían el empeño por una delgaducha de ciudad que no concedía ni media.
Mientras tanto, ella hizo por cumplir su promesa, ofreciéndose como repartidora al boticario. Aceptó por la insistencia y porque el puesto llevaba vacante un tiempo y no tenía pinta de que fuese a cambiar.
Atendía los recados a la vez que estudiaba, acudía a misa y rechazaba a su pretendiente. Finalmente se le asignaron los encargos semanales de la vieja mansión, que hasta entonces atendía el propio boticario por protección.
Era el momento esperado y ella estaba preparada. Pensó que cartearse era la mejor forma de darse a conocer y así lo hizo. Subió el camino tan contenta y cuando llegó sustituyó un sobre por otro.
En la carta sólo ponía una frase.
El primero lo encontró hecho añicos, pero no desfalleció. Puso una carta tras otra hasta llegar a la docena. Y fue al duodécimo encargo cuando se encontró no con uno, sino con dos sobres en la entrada.
Esa noche lo leyó y lo releyó hasta memoriza la letra. Entonces tomó la decisión que cambiaría su vida.
Los encargos se duplicaron. Y las cartas. Y los rumores.
Hasta que una noche los compañeros de parranda y caprichoso pretendiente, no supieron ponerle fin a tiempo a la fiesta, y fueron a su encuentro a la salida de misa.
Envalentonado por el alcohol le lanzó la eterna proposición, pero ella ni giró la cabeza. Indignado por el desplante, la agarró de la cintura y la subió al carro. Ella se zafó y salió corriendo. La persiguieron entre piropos y canciones, y al cabo comprendieron que se dirigían hacia la vieja mansión del loco de las nieves.
Espantando a tragos los temores llegaron a la puerta y el galán se llevó consigo a Ana para darle su merecido. Cuando ya daba por buena la conquista, entre las risas de sus compañeros y los sollozos de ella, tronó la verja. Todos miraron espeluznados menos el líder de la cuadrilla, afanado en su tarea. Al segundo golpe un rayo cruzó el cielo y se iluminó una figura junto a la fuente presidida por un ángel caído.
Presa del miedo uno de los muchachos fue a sacar su arma, pero los nervios le jugaron una mala pasada y se hirió fatalmente.
Todos, salvo Ana, salieron huyendo.
Al llegar al pueblo dieron buena cuenta de lo ocurrido, aderezando la historia a su conveniencia.
El resto de vecinos se armaron con antorchas, palos y viejos resentimientos y fueron a su encuentro. Los unos fueron calentándose a los otros, y cuando llegaron no medió palabra.
Destrozaron el jardín e incendiaron la casa, obstruyendo la puerta.
Satisfecha, la multitud regresó. En la entrada del pueblo se topó con el padre de Ana, que buscaba con la mirada.
Todos comprendieron, callaron y agacharon las cabezas.
El funeral se celebró el domingo siguiente.
Los padres no soportaron el dolor y se mudaron, vendiéndolo todo.
La vieja mansión se consumió, pero sobrevivió al fuego el escritorio de Héctor. En él se encontraron un montón de cartas en las que únicamente se leía una frase:
“Sólo quiero conocerte”.
FIN
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