Como ya tenía bastante con lo mío, y creía recordar que en el haber de favores rebosaban unos cuantos, me encaminé hacia el interior de la casa con el valor subidito, dispuesto a hacer de víctima con suficiente empuje como para derrocar a su legítimo dueño.
Así crucé el umbral y, para mi sorpresa, topé con un festín no visto desde tiempos de los persas: huevos revueltos, embutidos, zumo, cereales, bollería casera, mermeladas, fruta y batidos se extendían por toda la cocina. Dudé, no mucho, de si acometer el crimen perfecto, pero me asaltó el sentimiento de culpa: ¿realmente podía atribuírseme culpa en semejante situación? ¿Acaso no habrían cedido uno por uno todos los apóstoles ante semejante paraíso culinario.
Ya habíamos convenido los términos mi estómago y yo, cuando apareció en la estancia el bueno de Lolo.
Como por reflejo se activaron toda serie de mecanismos de autoconservación, de manera que, con la boca llena y armado con un croissant, me puse de pie, en guardia, esperando la embestida.
Él no se inmutó, es más, se diría que estaba expectante, ¿de qué? No pude adivinar hasta que comenzó a hablar:
- Está todo a tu gusto, espero. Me ha costado sudor y lágrimas prepararlo.
- ¿Es obra tuya?
-Si el capital es trabajo pretérito, puedes tener por bueno que sí.
- Ya… ¿Y a qué tanta atención? Hoy no es mi cumpleaños, y, como sabes, ni tengo santo propio, ni este año me he pedido San Ponciano.
- Tómalo como una compensación. Así me redimo de mi error, y te sacio de paso alguna que otra deuda que seguro te tengo pendiente.
- Acepto a regañadientes, pero aún no entiendo por qué me agasajas - confesé, e hice una pausa hasta escurrir entre colores: - además, no acudí a la cita. Tengo una razón que en su momento fue buena, aunque luego tornó en fútil, pero no llegué a ir.
- Bueno, esto es nuevo, pero siendo sinceros, y en puridad, yo tampoco acudí al evento. Déjame que llene el buche un tanto y ahora te cuento. – Tomó asiento y se reservó para sí una buena parte de los manjares, y comenzando a decir así, aclaró:
- Como ya te he dicho, yo tampoco asistí en la manera en que teníamos pactada: en realidad, llevaba ya apurada la segunda jarra de fino y, como quiera que no había repuesto fuerzas en abundancia, se me comenzó a nublar el entendimiento, víctima de los vapores y de los calores, que vinieron a rematarme en forma de mujer. La noche se hizo larga, de hecho, el tiempo se animó y, quedándose a mi lado, me susurró: “aún resta, vete a bailar”. Y eso hice. Me fui tras una morenita que cantaba y bailaba tan buenamente, que la tuve por una diosa, y la rondé, sin excederme, porque ya conoces tú que el autocontrol es mi meta, hasta conseguir de ella su atención.
¡Ay, si la hubieras visto!… Te digo que hasta tú, con tus ideas y tus quejas, habrías caído rendido a sus pies. No te voy a distraer con los pormenores, pero debes saber que, fruto de mis buenas gestiones amorosas, pronto la tuve a mi merced, y ya no nos teníamos el uno al otro, cuando, en el colmo de mis deseos, resulto tener un gusto por la aventura. Me cogió de la mano y me condujo hasta un viejo pozo abandonado, a la sazón, cobijo de jóvenes, y no tanto, en sus escarceos.
Imagínate de qué mala casta era el vino, que no habiéndome adjudicado 3 botellas para mí solo, no sabía ni dónde estaba. De milagro conseguí cumplir con mi deber, aunque a saber con qué palabras no la ofendería, por ininteligibles, digo.
Ya tan ricamente nos habíamos saciado y nos hallábamos cabeza en pecho, cuando empecé a notar que llovía…
- Jajaja. Si no ha caído gota en toda la noche – repuse.
- Calla y déjame acabar. […] cuando noté que llovía y, volviendo el rostro hacia arriba, y al no ver ni un jirón en el cielo, continué en mi labor sin más.
Pero entonces repitió el suceso, acompañado esta vez de padrenuestros y avemarías.
Presa del enfado, ya me dirigía a dar buena cuenta de él, cuando, elevado el tronco, topé con una anciana con un bote de agua bendita y la expresión de estupor más sobresaliente de cuantas haya visto jamás.
Entonces me examinó de arriba a abajo, me abrazó, me volvió a mirar, y, tapándome la boca, auscultó la noche en busca de no sé qué. Al ver que no había ya más lamentos, me hizo suyo una vez más y me dijo así: ¡Ay, querido Lolo, qué alegría más grande! Has cumplido con lo prometido. ¡Qué buen varón y qué pío! Pues, sin duda, has de serlo para lograr que dos almas abandonen el purgatorio. ¡Que Dios te bendiga!- Y dicho lo cual me prometió una comida de premio y su visto bueno en el asunto de la servidumbre.
Yo tardé, pero comprendí, pues la señora Melindres, que era ella quien me hablaba, supo valorar en su justa medida mi esfuerzo.- acabó todo orgulloso.
Iba ya directo a reprenderle por su sinvergonzonería, cuando se me cruzó una cabellera negra, larga y espesa, con los pies descalzos; cogió un algo del suelo del salón, se lo puso, se vino a sentar a la diestra de Lolo, y comenzó a roer un panecillo. Yo guardaba silencio, con una ceja más alta que la otra, alternando el turno con Lolo, que a su vez lo hacía con su plato, cuando por fin interrumpí:
-Creo que nos están robando – dije mirándola fijamente. Luego giré suave en busca de una explicación, pero allí sólo encontré un hombre feliz. Se ruborizó y prosiguió:
- Te presento a Rocío, mi gitana.
Ella me sonrió, él repitió y yo, acabando con mi cara de inquisidor, estallé en una carcajada que se extendió por toda la mesa.
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