Carina tenía una cara dulzona de niña buena que le había dado media vida. Venía de Colombia, de un palacio con hadas de cuentos de un eco ancestral que daba aire a la melodía de su acento. Vestía complicado, con demasiadas capas para tapar casi nada, se pintaba mucho para lo aun tenso de sus líneas, y hablaba poco para lo poquísimo que tenía por decir. Tenía el pelo negro y liso y largo, de labios burbuja, y pestañas como abanicos barrocos, con flecos y encajes en los que nadie reparaba porque tenía un cuerpo de confitura recién reposada que nublaba la vista y el aliento, de color melaza leve, como un racimo de pompas de jabón que convocara a los dioses del infierno, con dos grandes senos que cuajaban la sangre, de unas curvas que ahogaban hasta al último pescadito del mar y, lo peor de todo, ella era demasiado consciente de todo ello. Pero su figura había doblado ya la última esquina de lo posible, había saltado todos los abismos ciertos, había cubierto todos los ángulos reales, se la veía toda ella en equilibrio extremo, todo compensado al milímetro, todo sujeto y bien atado pero al filo de una navaja. No tardaría en desmoronarse su estructura divina, todos lo sabíamos, menos ella.
Nos contaba que en su país los hombres la adoraban. Se ve que allí es costumbre que ellos cubran con presentes los pequeños caprichos de las princesas de algodón y que ellas accedan encantadas sin dar las gracias. Nos decía, sin turno de preguntas, que había tenido siempre novio paciente, y rico, y atlético, hasta que víctimas del dulce delirio de su cuerpo que no dejaba paladear, le proponían matrimonio y entonces todo terminaba y volvía a comenzar. Anhelaba una familia patriarcal con muchos hijos, una vida acomodada en un rancho con caballos y lacayos, con carruajes y cenas de etiqueta, con una fuente de cisnes y rosas sonrosadas... y todo nos lo contaba como si soñara despierta y nosotros escuchábamos atentos aquellas tonterías por ser el único placer que estuviera a nuestro alcance.
Me miró el primer día muy despacio otorgándome el beneficio de la duda por unos segundos mientras escrutaba con sus ojos de perito judicial lo que pudiera dar de sí el cuerpo escuálido camuflado tras la arruga de mi ropa, y calculó el dinero que podría esconder tras mi apariencia descuidada. Cuando hubo terminado me sentenció irremediablemente con un“no interesa” y me condenó a la absoluta desidia sin ocasión de recurso ni queja, -Se siente-. No creo que sea necesario enfatizar la aversión que desarrollé por esa criatura una vez superado el primer embate de su fermosura.
Todo ocurrió repentinamente. Estábamos en un guateque magnífico de media alcurnia a orillas del lago Wakatipu (no pregunten porqué), bien entrada la noche, con las copas ya en lo alto y la música en el cuerpo, cuando Carina, por enésima vez, se escapó al servicio para retocarse los ojos, recolocarse el busto y para insinuarse a sí misma en el espejo. Su novio inmenso, Rouco, se vio desamparado en su torpeza rítmica y se me arrimó para hacer manada, y yo aproveché para tomarme mi particular venganza hablándole de un libro de Foucault. No sé qué habría en la noche, en el aire o en el mudismo del agua, pero lo que debía haberse alargado en el tiempo en un digno ocaso se sucedió en un instante en el cuerpo de Carina: regresó... y nadie la reconoció. Se puso a bailar con nosotros cuando, pobre de mí, se me ocurrió entretenerme ejerciendo mis mejores dotes de cortejo con aquella chiquilla ignorada y desdeñada por todos, con su ridículo porte confiado, que parecía aburrirse. Después de desplegar todo mi encanto físico con el baile del puput y del papagayo mareado (alaridos incluidos), me acerqué para declararle mis respetos y mis falsas intenciones de acabar con ella en la cama esa misma noche, vive dios. –¿Pero tú quién te crees, capullo?- me pregunta y yo, desconcertado por tan torcido recibimiento, le digo, -¿En tu casa o en la mía?
A partir de entonces, todo comenzó a ir mal. A pesar de decorarla con algunas palabras barrocas que había leído de Los Mosqueteros, ella se acercó al bueno de Rouco para decirle que esa birria con orejas, yo, la estaba “incomodando”. Rouco, después de negarla por tres veces, se fijó en aquella muchacha patizamba pasada de estilo y de talla, y esforzando todos sus instintos tribales concluyó en voz alta: -Carina??- Todos nos quedamos perplejos admirando el descalabro imposible de la musa, el quejido de la ropa por reventar, la zozobra de la carne por los recovecos, el disgusto de las proporciones, la caída de los dos soles. -¡No puede ser la misma!-, pero lo era, y Rouco se marchó, no sin antes propinarme un puñetazo certero en el ojo izquierdo que, dicen, me había ganado con mis comentarios jocosos. Maldito abusón.
No recuerdo mucho más de aquella noche. Me contaron que mientras me reanimaban los camareros, ella rondó perdida entre el gentío y la brisa fresca del lago sin comprender por qué nadie le hacía el menor caso. Totalmente desconcertada se marchó llorando desconsolada buscando a Rouco, sin interesarse por mi perjudicado estado de salud, la muy zorra.
Una semana más tarde, cuando ya podía abrir los dos ojos, volví a ver a Carina. Fue en un muelle, yo paseaba admirando el quejido de los cabos y el descaro de las gaviotas, y ella, sorprendentemente sola, paseaba divertida absorbiendo enormes bocanadas de aire. Vestía sencillo, no se pintaba y hablaba mucho para la poca atención que estaba dispuesto a prestarle. Ya no era hermosa, pero tenía ahora un nuevo interés siendo algo más cercana, más entera, más serena. No me preguntó por mi ojo, pero se interesó por saber dónde había aprendido a bailar con tanta gracia. –Hay que joderse- pensé.
La miré despacio, otorgándole el beneficio de la duda en su resurrección. La examiné con mi ojo malo de hombre ibérico desde las uñas de los pies hasta el nuevo brillo de interés en su mirada, preguntándome el sabor de las cenizas de su cuerpo escultural y las posibilidades de un intelecto casi intacto. La sentencié con un triunfante “no interesa”, ya tendría tiempo de encontrar al bomboncito honrado y sencillo que pretendo, sin el resuello del mal de altura.
Y entonces me dijo algo que nunca olvidaré: -Aquella noche, ni el mismísimo d’Artagnan me hubiera llevado a la cama- me hizo un guiño de complicidad, se mordió el labio y se marchó entre el olor a sí misma. Yo, sorprendido y derrotado, no pude más que sonreír, bajar la vista –Maldita sea-, e ir tras ella.
Nos contaba que en su país los hombres la adoraban. Se ve que allí es costumbre que ellos cubran con presentes los pequeños caprichos de las princesas de algodón y que ellas accedan encantadas sin dar las gracias. Nos decía, sin turno de preguntas, que había tenido siempre novio paciente, y rico, y atlético, hasta que víctimas del dulce delirio de su cuerpo que no dejaba paladear, le proponían matrimonio y entonces todo terminaba y volvía a comenzar. Anhelaba una familia patriarcal con muchos hijos, una vida acomodada en un rancho con caballos y lacayos, con carruajes y cenas de etiqueta, con una fuente de cisnes y rosas sonrosadas... y todo nos lo contaba como si soñara despierta y nosotros escuchábamos atentos aquellas tonterías por ser el único placer que estuviera a nuestro alcance.
Me miró el primer día muy despacio otorgándome el beneficio de la duda por unos segundos mientras escrutaba con sus ojos de perito judicial lo que pudiera dar de sí el cuerpo escuálido camuflado tras la arruga de mi ropa, y calculó el dinero que podría esconder tras mi apariencia descuidada. Cuando hubo terminado me sentenció irremediablemente con un“no interesa” y me condenó a la absoluta desidia sin ocasión de recurso ni queja, -Se siente-. No creo que sea necesario enfatizar la aversión que desarrollé por esa criatura una vez superado el primer embate de su fermosura.
Todo ocurrió repentinamente. Estábamos en un guateque magnífico de media alcurnia a orillas del lago Wakatipu (no pregunten porqué), bien entrada la noche, con las copas ya en lo alto y la música en el cuerpo, cuando Carina, por enésima vez, se escapó al servicio para retocarse los ojos, recolocarse el busto y para insinuarse a sí misma en el espejo. Su novio inmenso, Rouco, se vio desamparado en su torpeza rítmica y se me arrimó para hacer manada, y yo aproveché para tomarme mi particular venganza hablándole de un libro de Foucault. No sé qué habría en la noche, en el aire o en el mudismo del agua, pero lo que debía haberse alargado en el tiempo en un digno ocaso se sucedió en un instante en el cuerpo de Carina: regresó... y nadie la reconoció. Se puso a bailar con nosotros cuando, pobre de mí, se me ocurrió entretenerme ejerciendo mis mejores dotes de cortejo con aquella chiquilla ignorada y desdeñada por todos, con su ridículo porte confiado, que parecía aburrirse. Después de desplegar todo mi encanto físico con el baile del puput y del papagayo mareado (alaridos incluidos), me acerqué para declararle mis respetos y mis falsas intenciones de acabar con ella en la cama esa misma noche, vive dios. –¿Pero tú quién te crees, capullo?- me pregunta y yo, desconcertado por tan torcido recibimiento, le digo, -¿En tu casa o en la mía?
A partir de entonces, todo comenzó a ir mal. A pesar de decorarla con algunas palabras barrocas que había leído de Los Mosqueteros, ella se acercó al bueno de Rouco para decirle que esa birria con orejas, yo, la estaba “incomodando”. Rouco, después de negarla por tres veces, se fijó en aquella muchacha patizamba pasada de estilo y de talla, y esforzando todos sus instintos tribales concluyó en voz alta: -Carina??- Todos nos quedamos perplejos admirando el descalabro imposible de la musa, el quejido de la ropa por reventar, la zozobra de la carne por los recovecos, el disgusto de las proporciones, la caída de los dos soles. -¡No puede ser la misma!-, pero lo era, y Rouco se marchó, no sin antes propinarme un puñetazo certero en el ojo izquierdo que, dicen, me había ganado con mis comentarios jocosos. Maldito abusón.
No recuerdo mucho más de aquella noche. Me contaron que mientras me reanimaban los camareros, ella rondó perdida entre el gentío y la brisa fresca del lago sin comprender por qué nadie le hacía el menor caso. Totalmente desconcertada se marchó llorando desconsolada buscando a Rouco, sin interesarse por mi perjudicado estado de salud, la muy zorra.
Una semana más tarde, cuando ya podía abrir los dos ojos, volví a ver a Carina. Fue en un muelle, yo paseaba admirando el quejido de los cabos y el descaro de las gaviotas, y ella, sorprendentemente sola, paseaba divertida absorbiendo enormes bocanadas de aire. Vestía sencillo, no se pintaba y hablaba mucho para la poca atención que estaba dispuesto a prestarle. Ya no era hermosa, pero tenía ahora un nuevo interés siendo algo más cercana, más entera, más serena. No me preguntó por mi ojo, pero se interesó por saber dónde había aprendido a bailar con tanta gracia. –Hay que joderse- pensé.
La miré despacio, otorgándole el beneficio de la duda en su resurrección. La examiné con mi ojo malo de hombre ibérico desde las uñas de los pies hasta el nuevo brillo de interés en su mirada, preguntándome el sabor de las cenizas de su cuerpo escultural y las posibilidades de un intelecto casi intacto. La sentencié con un triunfante “no interesa”, ya tendría tiempo de encontrar al bomboncito honrado y sencillo que pretendo, sin el resuello del mal de altura.
Y entonces me dijo algo que nunca olvidaré: -Aquella noche, ni el mismísimo d’Artagnan me hubiera llevado a la cama- me hizo un guiño de complicidad, se mordió el labio y se marchó entre el olor a sí misma. Yo, sorprendido y derrotado, no pude más que sonreír, bajar la vista –Maldita sea-, e ir tras ella.
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